miércoles, 13 de octubre de 2010

Marx y Bolívar


Como de un tiempo a esta parte no para de oírse hablar de cierto dirigente autotitulado bolivariano, promotor en su país del llamado socialismo del siglo XXI, pensé que quizá sería interesante recordar la opinión que el hoy tan socorrido Simón Bolívar, el Libertador merecía al mismísimo padre del socialismo, Karl Marx.

En The New American Encyclopaedia de 1858, Marx es el autor del artículo Bolívar y Ponte, Simón. Aquí pueden leerse hazañas como la siguiente, de cuando Bolívar comandaba la fortaleza de Puerto Cabello, en Venezuela, durante el levantamiento de Francisco Miranda, hoy recordado allí como el Precursor:
Habiéndose impuesto por sorpresa a sus guardianes los prisioneros de guerra españoles que Miranda enviaba con regularidad a Puerto Cabello para ser confinados en la ciudadela, y habiéndose apoderado de ella, Bolívar, aunque estaban desarmados, mientras que él disponía de una numerosa guarnición y nutridos polvorines, se embarcó de noche precipitadamente, con ocho de sus oficiales, sin dar aviso a sus propias tropas, y al romper el día arribó a La Guayra y se retiró a su hacienda de San Mateo [...] Este acontecimiento volvió las tornas en favor de España, y obligó a Miranda, con la autorización del Congreso, a firmar en el 26 de julio de 1812 el Tratado de Vitoria, que restauraba el dominio español en Venezuela.


Y, no contento con su deserción, poco después:
A las dos de la madrugada, con Miranda profundamente dormido, Casas, Peña y Bolívar penetraron en su habitación en compañía de cuatro soldados armados; con suma cautela, se apoderaron de su espada y su pistola; entonces lo despertaron y espetáronle que se levantase y vistiese; lo engrillaron y, por fin, lo entregaron a Monteverde, que lo despachó a Cádiz, donde murió encadenado tras varios años de cautiverio. Este acto, cometido so pretexto de que Miranda había traicionado a su país con la capitulación de Vitoria, le ganó a Bolívar el favor especial de Monteverde; tan es así que, cuando solicitó su pasaporte, Monteverde declaró: «Debe accederse a la solicitud del coronel Bolívar. como recompensa por su servicio prestado al rey con la entrega de Miranda».


Valga lo anterior en cuanto a la valentía, lealtad, honradez y dotes militares del Libertador, por no aburrir al amable lector con el interminable relato de sus sucesivas deserciones. Según Marx, las antiguas dependencias españolas de Venezuela, Nueva Granada y el Perú deben su independencia a la intervención inglesa, a generales como Sucre, Arismendi o Piar —éste último ejecutado por maquinaciones de Bolívar— y a la falta de refuerzos de los realistas. Así pues:
Durante las campañas de 1823-24 contra los españoles en el alto y bajo Perú, ya no creyó necesario ni mantener la apariencia del generalato; sino que dejó al general Sucre el peso de los asuntos militares, y se limitó a entradas triunfales, manifiestos y proclamación de constituciones.


Por lo que hace a sus tareas de gobierno, Marx las define del modo siguiente:
Como la mayoría de sus compatriotas, era reacio a cualquier esfuerzo prolongado, y su dictadura pronto se reveló una anarquía militar, donde dejaba los asuntos más importantes en manos de favoritos, que dilapidaban las finanzas del país, y luego recurrían a medios odiosos con el objeto de restablecerlas.



En suma, a los ojos de Marx, Bolívar aparece como el primero de la larga serie de tiranos de opereta que han dado nuestras antiguas provincias americanas. En eso, sin duda que nuestro amigo Hugo Chávez es bolivariano. A modo de explicación del tono parcial que el editor imputó al artículo, el pensador alemán escribe en carta del 14 de febrero de 1858 a Engels:
Es cierto que me he apartado un poco del tono de una enciclopedia. Pero ver al traicionero, al cobarde, al más vil y miserable de los villanos, descrito igual que Napoleón I era demasiado.

El artículo completo puede leerse aquí en inglés.

martes, 28 de septiembre de 2010

Las prioridades de los sindicalistos

Pido disculpas a mis dos o tres amables lectores de costumbre por mi ausencia. He estado de reformas en casa y, es lo que tiene ser pobre, de improvisado peón de albañil, y apenas si me he asomado por Internet.


Hablar claro siempre es de agradecer, máxime cuando se trate de un capitoste de cualquiera de los partidos o sindicatos, tan aficionados a endosar su verborrea huera y prefabricada al ciudadano.

En esta rara ocasión, uno de los sindicalistos en jefe de Madrid, se pronuncia en el sentido de que el derecho a la huelga prevalece sobre el derecho al trabajo. Esto es, sin duda, una aberración y un insulto al sentido común; pero sumamente ilustrativo del punto de vista de la patulea sindical.

En efecto, por más que el 99% de los españoles vivamos de nuestro trabajo y, por tanto, estimemos en muy alto grado nuestro derecho a desempeñarlo, estos tipos comen —algunos parece que muy bien, dicho sea de paso— de maquinar este género de algaradas y de otras actividades poco honrosas, y es natural que para ellos lo importante sea esto último. La solidaridad bien entendida empieza por uno mismo, se dice.

Por cierto, los hay peores aún que esta gente. El caradura de Laporta aspira, sin el menor pudor, a llevar a su molino el agua que muevan los sindicalistos en Cataluña. De lograr su propósito, que lo dudo, sería la primera vez que aprovecha a un tercero alguna acción de UGT y CCOO; en este caso, a los que persiguen encender la mecha de la guerra civil en Cataluña.

sábado, 18 de septiembre de 2010

Más del poeta del queso


Al objeto de que el amable lector compruebe que el estro del citado James McIntyre no fue flor de un día, hoy me propongo ofrecerle nuevas y sugestivas muestras de su obra.

Así, lejos de conformarse con la sola admiración del queso, en la pieza intitulada Oda quesera, adopta un enfoque más práctico, y nos instruye, a la manera de Hesíodo, en el tiempo propicio a las faenas conducentes a su obtención:

Nuestra musa rehúsa cantar
al ver queso primaveral:
cuando la vaca come forraje,
no se saca buen fromage.

La calidad suele ser vil,
del queso hecho en abril;
mejor, por esa razón,
deje correr la estación.

Para el queso debe esperar
como de mayo el comenzar:
la vaca pasta en el prado,
y leche da de buen grado.

De estos terrenos, sin embargo, su genio es capaz de elevarlo a alturas rayanas en el misticismo, y aun en lo profético, con la premonición de quesos ciclópeos, entreverada con el llamamiento a la unidad de la raza anglosajona en torno de este lácteo, como en Profecía de un queso de diez toneladas:
A quien visión profética sea dada,
verá un queso de diez toneladas:
empresas variadas pondrían el cuajo;
unidas y, laborando a destajo,
honor más habrían que si un cañón
fundieran de muy gruesa munición.

Maquinaría fabricarse podría
que el descomunal queso batiría;
el mayor honor de la patria nuestra
sería esta grande pieza de muestra;
los trescientos cuajos estrujaría,
este mastodóntico queso haría

Sí, los britones vengan a partido:
los trescientos pueblos en uno unidos;
cuando todos en armonía acuerden
que al igual que al queso en uno los prensen,
entonces, un hábil puño titánico
manejar podrá el imperio británico.

Pero no sólo de queso vive la musa de nuestro genio, que brinda también atención y homenaje a sus vecinos del parnaso anglosajón; aunque, a veces, más bien someros, como en esta estrofa dedicada a Shelley, máximo exponente, junto con Keats y Byron, del romanticismo inglés:
Apenas si tengo un momento
para el raro Shelley y su talento;
hombre bueno y desgraciado,
joven se ahogó y fue quemado.

martes, 14 de septiembre de 2010

De provocaciones


Tuve el placer de sostener el otro día una polémica amistosa con Andy y Fernando acerca del pastor de marras que amenazaba con quemar el Corán. Yo convine en que se trataba de una absoluta falta de respeto y de llana y lisa provocación; ahora bien, si el tipo decidiese ponerla en práctica, no creo que la autoridad debiera impedírselo, al igual que no hace nada por imponer respeto o evitar la provocación a otros credos o sensibilidades diversas; salvo, vaya por Dios, al islam, el mayor semillero de terroristas del mundo, quienes pretenden imponérnoslo a sangre y fuego a los infieles.

Y es que, quién lo diría, estos terroristas, y sus promotores y simpatizantes, tienen la piel muy fina, y cualquier cosa les molesta. Nadie dude de que no tendremos que enseñarles dos veces la lección de que, con sus coacciones, son capaces de amedrentarnos. Ahora que parecen haber conseguido que el pastor se eche atrás, la toman con una discoteca de Águilas de Murcia, sólo por llamarse La Meca.

Cedamos en esto, y vayámonos preparando para cuando publiquen su indignación por la exhibición de rostros y cuerpos de mujeres; o con la venta y consumo de alcohol y porcino; o porque en los templos no musulmanes se tome el nombre de Dios en vano; o con Jesús y su madre María —según el Corán—, un profeta del Islam y el ser más puro que haya venido al mundo, respectivamente: así que mucho ojito con labrar sus imágenes, rendirles culto o prodigarles impúdicos gritos de guapo o guapa en la semana santa andaluza. «Un respeto», nos conminará nuestro vecino el ulema, respaldado por una muchedumbre gritona y malcarada. De la sensibilidad, ya se sabe: mientras más atenciones se le deparan, más fina se vuelve.

Mientras tanto, ellos siguen con su proyecto de erigir el monumento a sus mártires suicidas del 11-s. No exactamente en la zona cero, en el punto mismo donde se inmolaron los héroes, porque les habrá sido imposible; mas sí muy, muy cerquita y, oh casualidad, justo donde cayeron restos de uno de los aviones (en la esquina inferior derecha de la imagen, en los números 45 al 51 de la calle Park Place)... Eso sí que es provocar, y además con dos cojones.

lunes, 13 de septiembre de 2010

James McIntyre, poeta del queso


Los poetas han cantado al amor, a la vida, a la muerte, al paraíso perdido, a los muros de la patria mía, a la noche oscura del alma y a un sinfín de cosas; pero, hasta donde yo sé, ninguno, salvo James McIntyre (1828-1906) ha consagrado su estro a entonar las loas del queso, muy principalmente, y en ocasiones, de otros lácteos. Por increíble que parezca, con esta temática y otras parecidas compuso nuestro autor dos poemarios: Musings on the Canadian Thames («Meditaciones en el Támesis canadiense», 1884) y Poems of James McIntyre (1889); los cuales le valieron no poca fama, aunque menos fortuna, y todavía menor aprecio de la crítica.

A modo de introducción a la obra de McIntyre, amable lector, le invito a recitar en alta voz mi humilde versión de Ode on the mammooth cheese weighing more than 7,000 pounds:

Oda al queso mastodóntico de más de 3.000 kilogramos de peso
por James McIntyre

Os contemplamos, rey del queso,
reposar feliz vuestro peso,
la brisa os da su dulce beso,
lejos de vos, moscón avieso.

Iréis muy lleno de abalorios
a la gran feria del villorrio;
de damas tremendo jolgorio
causaréis por todo el Ontario.

Vacas copiosas cual abejas,
o cual en tejados las tejas,
por vos ordeñaron anejas;
nadie con vos corre parejas.

Volved sin una sola tara,
pues el buen Harris se prepara
a enviaros por tierra y mar para
París, mundial feria preclara.

Oh, del mozo habéis de guardaros,
que no ose rudo manosearos,
la tersa mejilla arrancaros:
mis loas yo no podría cantaros.

De un gran aerostato pendiente,
Daríais una sombra tan ingente;
«¡la luna!», gritara la gente,
«¡se cae y nos chafa de repente!»


Espero que lo disfruten. Por cierto, la falsa rima del último verso de la segunda estrofa está en el original, donde para conseguir la rima hay que pronunciar el topónimo Toronto a la francesa, con acento en la última sílaba. Ésta y otras composiciones de McIntyre, como la fabulosa Dairy ode pueden leerse en su idioma original aquí.

jueves, 9 de septiembre de 2010

Ingenuo de mí


Yo, que creía que el problema con el Islam era que llamaba a la guerra y a la violencia.

Yo, que me figuraba que el problema con el Islam era que, para quienes lo profesan, un ser humano vale la mitad que otro, sólo por carecer del cromosoma Y.

Yo, que imaginaba que el problema con el Islam era que, allá donde impera, la gran mayoría de la población ha sido incapaz de asomar la cabeza del pozo de la miseria.

Yo, que pensaba que el problema con el Islam era que, según su credo, seguir las inclinaciones afectivas o sexuales de cada uno, sin daño de terceros, puede ser un delito castigado hasta con la pena capital.

Yo, que suponía que el problema con el Islam era que no tolera la práctica de otras religiones.

Yo, que me maliciaba que el problema con el Islam era haber consentido su infiltración en el seno de nuestras sociedades occidentales.

Y ahora voy y me entero, por El país, de que el problema con el Islam es que un pastor protestante de la Florida, que predica en su casa a la hora de comer, y algunos allegados suyos pretenden hacer una fogata en el jardín con unos libros, presumiblemente, de su legítima propiedad.

Qué tonto soy que no me había dado cuenta.

miércoles, 8 de septiembre de 2010

Memorias del Barón de Marbot

Ya que hoy es mejor no hablar de fútbol, hablaré de libros. Comienzo con esta entrada lo que espero que alcance a ser una serie acerca de los que voy leyendo y me gustaría compartir con usted, amable lector.


Jean Baptiste Antoine Marcellin, barón de Marbot (1782-1854), autor de unas Aventuras, más que Memorias y, sobre todo, personaje literario de aquéllas. Teniente del 1º de húsares a los 18 años, herido catorce veces en combate, salido con vida de peligros increíbles, general de brigada en Waterloo, encarna a la perfección el espiritú de la caballería ligera de la época. Napoleón, siempre tan generoso con los bienes ajenos, le legó en su testamento cien mil francos que no tenía, junto con el reconocimiento a su labor de apologeta del bonapartismo.

Lo que sigue supera con mucho cualquier relato de Ambrose Bierce o Teóphile Gautier: durante la sangrienta batalla de Eylau, parte de la campaña polaca de 1807, librada en medio de una ventisca, Marbot, ayudante de campo del mariscal Augereau, es enviado, a lomos de una yegua con muy mala leche, a dar la orden de retirada al 14º regimiento de infantería de línea francesa, que había quedado aislado tras las líneas rusas.
Hallé al 14º formado en cuadro en lo alto de la loma, pero como la rampa era muy suave la caballería enemiga había podido dar varias acometidas. El regimiento francés las había rechazado con vigor, y se encontraba rodeado de un círculo de caballos y dragones muertos, que formaba una suerte de parapeto, que a aquellas alturas volvía la posición casi inaccesible a la caballería; según comprobé, porque, pese a la ayuda de nuestros hombres, tuve muchas dificultades para superar tan horrendo atrincheramiento. Por fin estuve dentro del cuadro. Desde el fallecimiento del coronel Savary, en el paso del Wkra, el 14º lo mandaba un comandante. Mientras, bajo una lluvia de balas, transmitía a este oficial la orden de abandonar la posición y de reunirse con su cuerpo, me señaló que la artillería enemiga llevaba una hora disparando sobre el 14º, y había causado tales pérdidas que el puñado de soldados restante sería exterminado de bajar al llano y que, encima, no había tiempo para preparar la ejecución de dicha maniobra, puesto que una columna rusa estaba avanzando sobre ellos, y se hallaba a menos de cien pasos de distancia. «No veo manera de salvar al regimiento», dijo el comandante; «vuelva con el Emperador, despídase de él de parte del 14º de línea, que ha cumplido fielmente sus órdenes, y devuélvale el águila que nos entregó, y que ya no podemos defender por más tiempo: que no se sume al dolor de la muerte el verla caer en manos del enemigo». Entonces el comandante me tendió el águila. Saludada por última vez por el glorioso trozo del intrépido regimiento con gritos de «¡Viva el Emperador!», aquellos hombres se disponían a morir por él. Era el Cæsar morituri te salutant de Tácito, pero aquí el grito lo proferían héroes. Las águilas de infantería eran muy pesadas, y su peso lo incrementaban unas recias astas de roble, en cuyo extremo se empalmaban. La longitud del asta me estorbaba mucho y, dado que el palo sin el águila no podía constituir trofeo alguno para el enemigo, con el consentimiento del comandante, decidí separarla de él. Pero, en el momento en que me inclinaba hacia delante en la silla, a fin de adoptar una postura más conveniente para separar el águila del asta, una de las numerosas balas de cañón que nos enviaban los rusos traspasó el pico trasero de mi sombrero, a menos de una pulgada de mi cabeza. El impacto fue aún más terrible, puesto que llevaba el sombrero sujeto a la barbilla por una correa de cuero muy fuerte, y ofreció mayor resistencia al golpe. Me sentí borrado de la existencia, pero no caí del caballo; me manaba sangre de la nariz, de los oídos, y hasta de los ojos; sin embargo, aún podía ver y oír, y conservaba intactas las facultades intelectivas, aunque tenía los miembros paralizados hasta un extremo tal que era incapaz de mover un dedo.

En el ínterin, la columna de infantería rusa que acabábamos de descubrir subía por la ladera; eran granaderos, cubiertos con gorras en forma de mitra con ornamentos metálicos. Empapados en alcohol, y en enorme superioridad numérica, aquellos hombres se abalanzaron llenos de furia sobre los endebles restos del infortunado 14º, cuyos soldados llevaban varios días alimentándose en exclusiva de patatas y nieve derretida; en aquella jornada no habían dispuesto ni de tiempo de preparar tan mísero almuerzo. Aún así, nuestros bravos franceses pelearon en una valiente defensa a la bayoneta y, roto el cuadro, se unieron en grupos y, por largo tiempo, sostuvieron una lucha desigual.

Durante este enconado combate, varios de nuestros hombres, para guardarse las espaldas, las apretaron contra los flancos de mi yegua que, contra su costumbre, permaneció del todo tranquila. De haber sido capaz de movimiento, la habría espoleado para escapar de aquella carnicería. Pero me era absolutamente imposible incluso apretar las piernas, para comunicar mi deseo al animal. Mi posición era más aterradora si cabe, puesto que, como ya dije, conservaba las facultades de ver y de pensar. No sólo se luchaba a mi alrededor, lo que me exponía a recibir un bayonetazo, sino que un oficial ruso de siniestra faz trataba por todos los medios de traspasarme con su espada. Como la muchedumbre de combatientes le impidiese alcanzarme, me señaló a los soldados que le rodeaban, quienes me confundieron con el jefe de los franceses, pues era el único a caballo, y no paraban de dispararme por encima de las cabezas de sus camaradas, de forma que las balas silbaban de continuo en mis oídos. De cierto que alguna de ellas me habría quitado lo poco de vida que quedaba en mí, de no haber causado mi escape un macabro incidente.

Entre los franceses que estrujaban sus flancos contra los de mi yegua se encontraba un sargento, a quien conocía de verlo con frecuencia con el mariscal, mientras hacía copias de los «estados matinales». Este hombre, acosado y herido por varios enemigos, cayó bajo el vientre de Lisette, y se agarraba a mi pierna para incorporarse, cuando un granadero ruso, demasiado bebido para mantenerse firme, con ánimo de rematarlo de una estocada en el pecho, perdió el equilibrio, y la punta de su bayoneta atravesó mi capote, que ondeaba al viento. En vista de que no caía, el ruso olvidó al sargento y me hizo blanco de sus golpes. Éstos en principio no dieron fruto, pero por fin uno me alcanzó, y me ensartó el brazo izquierdo; entonces sentí con una suerte de hórrido gusto la sangre cálida y fluyente. El granadero ruso me lanzó otra estocada con redoblado furor; pero, de tanta fuerza que empleó en ello, se tambaleó y hendió el muslo de mi yegua con la bayoneta. Recobrados por el dolor sus feroces instintos, ésta saltó por el ruso y, de un bocado, le arrancó la nariz, los labios, las cejas y toda la piel del rostro, e hizo de él una calavera animada, chorreante de sangre. Entonces se lanzó rabiosa entre los combatientes y, a coz y a bocado limpios, se llevó a todo y a todos por delante. El oficial que había intentado alcanzarme tantas veces trató de sujetarla de la brida; la yegua lo enganchó del vientre, lo sacó en volandas del barullo y lo arrastró al pie de la loma, donde, habiéndole arrancado las entrañas y machacado las carnes y los huesos bajo los cascos, lo abandonó en la nieve, agonizante. Entonces enderezó por el camino por el que había venido, y al galope tendido se dirigió al cementerio de Eylau. Gracias a la silla de húsar en la que montaba no caí a tierra. Sin embargo, me aguardaba un nuevo peligro. La nieve había comenzado a caer de nuevo, y grandes copos oscurecían la luz del día cuando, en las cercanías de Eylau, me encontré delante de un batallón de la Vieja Guardia que, incapaz de ver con claridad en la distancia, me tomó por un oficial enemigo que encabezaba una carga de caballería. El batallón entero abrió fuego al unísono contra mí; el capote y la silla se llenaron de agujeros, pero ni yo ni mi yegua resultamos heridos. Ésta continuó su veloz carrera y atravesó un seto. Pero este último esfuerzo había agotado sus energías; había perdido mucha sangre, pues una de las grandes venas del muslo había sido seccionada, y el pobre animal se desplomó de repente y cayó sobre un flanco, a la par que yo rodaba a tierra por el otro.

Tendido en la nieve entre montones de cadáveres y moribundos, incapaz de moverme en modo alguno, poco a poco y sin dolor, fui perdiendo la conciencia. Sentí cómo si me acunasen dulcemente para dormirme. Por último, me desmayé por completo, sin que ni el tremendo fragor que los escuadrones de Murat debieron causar al pasar a la carga [acaso la mayor de todos los tiempos, con más de 10.000 jinetes] junto a mí o, quizá, por encima de mí, me despertase. Estimo que mi desvanecimiento duró cuatro horas, y al volver en mí, me hallé en la siguiente horrible situación. Estaba completamente desnudo, salvo por el sombrero y la bota izquierda. Un hombre del cuerpo de Tren, que me creía muerto, me había desnudado al modo de costumbre y, con la intención de arrancarme la única bota que me quedaba, me estaba arrastrando por la pierna, con un pie apoyado contra mi cuerpo. Sin duda, los tirones que daba me habían devuelto el sentido. Logré sentarme y escupí los cuajarones de sangre de la garganta. El impacto ocasionado por el aire de la bala había producido tal extravasación de sangre, que tenía la cara, los hombros y el pecho negros, mientras que el resto del cuerpo estaba manchado del rojo de la sangre manada de la herida. El sombrero y el pelo cubiertos de nieve tinta en sangre y, con la mirada de mis ojos exhaustos vagando de un lado a otro, debía de ofrecer una imagen espantosa. Sea como fuere, el de Tren miró para otro lado, y se marchó con mis pertenencias sin que pudiese decirle una palabra, de tan terriblemente postrado como me hallaba. Empero, había recobrado mis facultades mentales, y mis pensamientos se dirigieron a Dios y a mi madre.

El sol poniente proyectaba algunos débiles rayos a través de las nubes. Recibí lo que creía ser su última despedida. «Si no me hubiesen desnudado», pensaba, «alguno de los muchos que pasan junto a mí se habría percatado del recamado de oro de mi pelliza, habría conocido que soy el edecán de un mariscal y me habría llevado a la ambulancia. Sin embargo, como me ven desnudo, no me distinguen de los cadáveres de los que estoy rodeado y, de hecho, pronto no habrá diferencia alguna entre ellos y yo. No puedo pedir ayuda, y la noche que se aproxima se llevará cualquier esperanza de socorro. El frío aumenta: ¿seré capaz de aguantarlo hasta mañana, en vista de que ya siento el rigor en los miembros desnudos?» Así que me hice a la idea de la muerte, porque, si un milagro me había salvado en mitad de la terrible barahúnda entre los rusos y el 14º, ¿podía esperar que un segundo milagro me librase de aquella horrenda situación? El segundo milagro tuvo lugar del modo siguiente. El mariscal Augereau tenía un criado llamado Pierre Dannel, un tipo muy fiel e inteligente, pero más bien respondón. Durante nuestra estancia en La Houssaye, Dannel, que le había contestado a su amo, fue despedido. Desesperado, me suplicó que intercediese por él. Lo hice con tanto celo que logré restaurarlo en el favor de su amo. A partir de aquello, el criado me había sido muy devoto. Habiendo quedado el equipaje atrás en Landsberg, salió por propia iniciativa en el día de la batalla para traer provisiones a su amo. Habíalas colocado en un carro muy ligero capaz de transitar por todas partes y de contener los artículos que el mariscal necesitaba con mayor frecuencia. Conducía el carrito un soldado que pertenecía a la misma compañía del cuerpo de Tren que el que me había desnudado. Éste último, con mis pertenencias en la mano, pasó al lado del carro, que paraba al lado del cementerio y, al reconocer al conductor, un viejo camarada, le saludó y mostró el espléndido botín que acaba de quitarle a un muerto.

Llegados aquí, deben saber que, ínterin estábamos acantonados en el Vístula, ocurrió que el mariscal envió a Dannel a Varsovia por provisiones, y yo le encargué que mandara quitar el forro de astracán negro de mi pelliza y cambiarlo por uno gris, el que habían adoptado recientemente los edecanes del príncipe Berthier, quienes dictaban la moda en el ejército. Hasta aquel momento yo era el único de los oficiales de Augerau que llevaba astracán gris. Dannel, que se hallaba presente cuando el de Tren mostró su botín, reconoció mi pelliza rápidamente, lo que le llevo a fijarse con mayor atención en los demás efectos del presunto muerto. Entre ellos encontró mi reloj, que perteneciera a mi padre y llevaba la marca de su cifra. Al criado no le cupo duda de que había muerto y, mientras deploraba mi pérdida, quiso verme por última vez. Guiado por el de Tren, llegó hasta mí y me encontró con vida. Grande fue el gozo de este hombre digno, a quien de cierto debo la vida. Se apresuró a llamar a mi criado y a algunos ordenanzas, y me hizo transportar a un granero, donde me dio friegas de ron. Mientras tanto, alguien fue en busca del doctor Raymond, que por fin vino, me vendó la herida del brazo, y afirmó que la pérdida de sangre a ella debida sería mi salvación.




Creo recordar que el sombrero bicornio medio destrozado por la bala todavía para por algún museo de Francia. Para los amantes de los animales: la endiablada yegua sobrevivió. Si desea saber qué fue de ella y en qué otros fregados se metió Marbot, singularmente en España en 1808 (por ciento que aún en guerra con nosotros no dejó de profesar por nuestra nación una profunda simpatía, y llegó a aprender nuestro idioma, al que otorga el título —¡un francés!— de «más fino y majestuoso de Europa»), busque alguna de las ediciones que hay en el mercado. Para los aficionados, también hay una versión en cómic. Si aprecia alguna diferencia con el fragmento que he puesto aquí, es porque yo, que no sé francés, lo he leído en línea en inglés, y he traducido al español ese texto. Qué lo disfrute.